El
rumor se había extendido desde la mañana. La señal de alerta fue circulando
entre los vecinos hasta que, cerca del mediodía fue confirmada por defensa
civil. En el noticiero de las doce se hablaba sólo de eso y se advertía a la población
sobre la necesidad de extremar cuidados y precauciones. Incluso el intendente,
con su tono paternal, dirigió unas palabras a los ciudadanos. Muchos pudieron
advertir un ligero temblor en sus manos, cuando tocaba una y otra vez el
micrófono. Resultaba llamativo que se había olvidado de sonreír ante la cámara.
En
pocas horas la ciudad cambió completamente. Las veredas se vaciaron, ya no
circulaban bicicletas y los vehículos
llevaban sus ventanillas bien cerradas. En las casas no se veían ventanas abiertas.
En algunas habían cerrado también los postigos.
Alicia
ese día se había levantado temprano. Como siempre, preparó el mate y se
sentó en el jardín, bajo la sombra del
tilo. Mientras escuchaba el canto del zorzal, pensó en todo lo que tenía
planeado hacer ese día. La limpieza de la casa era algo que aborrecía, pero ya
la había postergado varios días. Tendría que ocuparse sin falta.
Sabía
que después, cuando terminara con eso, la esperaban los membrillos que le había
traído Alfonso. Todos los años ella le preparaba el dulce que a él le
encantaba, y a veces también hacía jalea. A ella le quedaban suficientes dulces
como para repartir entre la familia. En su dieta diaria de soltera no llegaba a
consumir tanto, y además disfrutaba haciendo esos regalos comestibles. Siempre
probaba alguna variante nueva. Podía pasar horas en su cocina, elaborando
manjares con las frutas que le proveían.
Cuando
el sol comenzó a dar indicios de que sería un día caluroso, Alicia ordenó la
bandeja del desayuno y entró a la casa. Se calzó el jogging viejo y las
zapatillas y empuñó la escoba con energía.
Quiso
sintonizar la radio en el teléfono, pero comprobó que algo estaba fallando.
Intentó mandar un mensaje a su amiga Vero, y otro a su madre, pero ninguno fue
enviado. “¡Otra vez ésta compañía telefónica!”, pensó, “la próxima vez mando
una carta documento, ¡ya me tienen harta!”. Dejó el celular sobre la mesita
ratona y se dirigió a su habitación.
Con
decisión barrió la pieza y el living, pasó el trapo en la cocina y el baño, y
terminó de repasar con lavandina los lugares que más usaba. Cerca del mediodía
había terminado. Sacó de la heladera la ensalada del día anterior, y, mientras
comía, constató que su teléfono seguía sin funcionar.
-
Incomunicada total – murmuró - ¿Qué
habrá pasado?
En
realidad no le preocupaba demasiado. Supuso que se resolvería a la tarde.
Entonces podría llamar a su madre para relatarle lo que había hecho.
Lavó
las pocas cosas que tenía en la pileta. Se ató el cabello lacio para que no le
molestara. Luego preparó los membrillos para cocinarlos. Los puso en la olla
para que hirvieran y mientras tanto buscó una receta vieja que tenía guardada.
Sabía que la preparación llevaba miel. Recordaba que era una exquisitez.
Con
cuidado midió las proporciones de la miel y el jugo del membrillo ya cocinado y
continuó con la preparación. Lentamente el aroma agradable fue invadiendo la
pequeña cocina. Alicia abrió la ventana para que el vaho se fuera hacia afuera.
Por un momento le pareció percibir algo raro en la calle. Había un particular
silencio, como si de pronto hubiese desaparecido todo movimiento, ni personas, ni
autos, nada. Y más lejos, tenue, pero persistente, escuchó otro sonido, un
zumbido.
Sacudió
la cabeza y volvió a su actividad. En la olla se veía el líquido burbujeante
que se iba espesando. El perfume a miel se diferenciaba claramente. Revolvió el
preparado con cuidado. Levantó la cuchara de madera para constatar el punto.
-
Todavía falta un poco – dijo – va a
estar muy bueno. Desde que vivía sola, se había acostumbrado a hablar en voz
alta consigo misma.
De
pronto, sintió algo que revoloteaba sobre la cocina. Era una abeja.
-
¡Qué raro! – exclamó - ¿de dónde habrá
venido?
Decidió
dejarla volar. Siempre le habían gustado las abejas, las consideraba animales
muy nobles. Había aprendido de su abuela que, si no se las molestaba, no hacían
nada, eran inofensivas.
Continuó
revolviendo. Cada tanto volvía a levantar la cuchara. Sus ojos estaban
pendientes de lo que estaba burbujeando en la olla.
En
un momento sintió un sonido sibilante cerca de su cabeza. Levantó la vista y
vio que había tres abejas más. Volaban enérgicamente hasta la ventana y
volvían. Trató de espantarlas para que
salieran, pero no lo logró. Decidió cerrar la ventana.
Cuando
giró para continuar con la cocción, pudo ver que revoloteaban por lo menos diez
abejas alrededor de la hornalla. Con cuidado, para no alterarlas, apagó el
fuego. Prendió el extractor, y luego buscó con movimientos torpes algún
elemento para ahuyentarlas y empujarlas hacia la corriente de aire. Su mano
chocó con un vaso y cayó al suelo. Desistió de juntar los vidrios. Revisó la
alacena, buscando la paleta matamoscas. No la pudo encontrar. Atrás, percibía
el zumbido cada vez más intenso. Giró y vio que junto a la cocina se habían
aglomerado muchísimas abejas más. El vuelo nervioso de los bichitos ya le
parecía extrañamente agresivo. Debía resolver la situación lo más pronto
posible.
Alicia
sintió un escalofrío. Lo que estaba viendo no era algo normal. Nunca le había
pasado algo así. Se dio cuenta que no tenía otra alternativa que buscar un
insecticida para matarlas. No le gustaba hacer eso, pero sabía que era alérgica
y no se podía arriesgar a una picadura de abejas. Sacó rápidamente el producto
del armario y cuando llegó a la cocina, preparada para fumigarlas, no podía creer lo que estaba viendo. Sobre la
cocina, la mesada, la heladera, la pileta había cientos de abejas, volando en
círculo, unidas como una sola masa.
Alicia
quedó paralizada en la puerta, con el cuerpo tenso y sin atinar a moverse. En
la cocina reverberaba el sonido intenso del enjambre. Los pequeños insectos
nobles ya habían dejado de serlo. A medida que pasaban los minutos, el vuelo de
ese conglomerado resultaba ingobernable. Algunas se dirigían hacia donde estaba
ella.
Con
manos temblorosas Alicia tanteó para buscar su teléfono. Con urgencia tenía que
pedir auxilio. No entendía qué había pasado, pero sabía que esa invasión en su
cocina resultaba muy peligrosa.
Temblando
en todo el cuerpo dio tres pasos cortos hasta la mesa, tomó el celular y volvió
corriendo hasta el pasillo. Lo encendió, intentó hacer un esfuerzo para que sus
dedos le respondieran al buscar el contacto de su madre. El chillido del
aparato resonó en el lugar y luego, todo
el espacio se llenó del zumbido ensordecedor de las abejas. Alicia llegó a ver
las llamadas perdidas de su madre y el mensaje: - Ali, cerrá las ventanas!
Cerrá ya mismo todo…
Luego
no pudo ver nada más. Un agudo dolor la doblegó cuando el conjunto de abejas la
atacó sin piedad.
La
policía acudió a la casa de Alicia en horas de la noche. El pedido desesperado
de la madre los había llevado hasta el lugar. Encontraron su cuerpo en medio de
la cocina. Sus manos crispadas estaban aferradas a un teléfono y su rostro se
veía desfigurado por las picaduras. Desde la puerta, al entrar, los hombres
sintieron un intenso olor a miel. Sobre la mesada giraban algunas abejas.
En
la ciudad, el silencio aun perduraba en las calles.
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