Contaban los ancianos que a la vera
de un arroyo, en medio de la selva misionera, se había detenido un indio de mucha edad que,
agobiado por el peso de los años, ya no podía seguir a su tribu.
Los suyos siguieron su camino,
quedaron entonces el anciano y su hija, la hermosa Yarí, que no quiso abandonarlo, solo en la
espesura del monte.
Una tarde llegó hasta su refugio un extraño viajero, que hablaba el mismo idioma que
ellos, pero a quien sus ropas lo hacían ajeno a la región. Yarí y su padre asaron
un acutí y convidaron al extraño con ese y otros
humildes manjares que les brindaba el monte.
Al recibir tanta hospitalidad y
esfuerzo de parte del padre e hija, el visitante, que no era otro que Tupá (el Dios del bien),
quiso recompensarlo para que
pudieran dar siempre un generoso agasajo a sus huéspedes y aliviar sus largas horas de soledad.
pudieran dar siempre un generoso agasajo a sus huéspedes y aliviar sus largas horas de soledad.
Hizo brotar Tupá una nueva planta en la selva y nombró diosa protectora de ella a
Yarí. Les enseñó a secar sus ramas al fuego y preparar una exquisita infusión
que repondría las fuerzas de quien la tomara y haría las delicias de sus
visitantes.
Quedó pues la planta bajo la tierna
protección de la hermosa joven, que fue desde entonces Caá Yarí, custodia de los yerbales y su fruto.
El regalo de Tupá, la infusión
vivificadora, no era otra cosa que nuestra yerba mate.
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