Eran los primeros tiempos del Fuerte Independencia, que había
incrustada su avanzada civilizadora entre los ricos valles y serranías de la
hoy floreciente Tandil. Algunos soldados que se aventuraban, en vespertinas
cacerías hacia los inexplorados rincones de las serranías, habían traído la
noticia o la leyenda de una extraña jovencita, de piel blanca, de hermoso
porte. Que como una gacela sorprendida, desaparecía con habilidad en cuanto se
apercibía de ser observada, siendo inútil después cuanto se hiciera para volver
a encontrarla.
Amaike era una extraña flor de la región. Su madre, india, había muerto
cuando ella era muy niña. Vivía junto al cariño de su padre, un hombre
ciertamente curioso en su aspecto y que, por otra parte, denunciaba su
ascendencia extranjera, y puede ello admitirse, que era hijo de la cautiva de
un gran Cacique. Amaike había heredado la fortaleza de la raza
aborigen y una belleza asiática que contrastaba con la rusticidad de las hijas
del lugar. Su vida natural, en constante ejercicio y a plena luz y sol, había
dado a su cuerpo de moza una esbeltez y flexibilidad que unidas al tinte claro
de su piel y a la extraña belleza de su rostro y de sus ojos, la habían
convertido en una especie de diosa del paraje.
Los aborígenes respetaban a Amaike como cosa
sagrada.
Los sencillos pero valientes pobladores de los valles y del
llano, crueles con sus declarados enemigos, pero en el fondo blandos y
susceptibles a la superstición, encontraban algo de divino en aquella criatura
un tanto misteriosa, de belleza no común, cuya mirada serena, pero profunda,
los hacía mantener distancia, en respetuosa contemplación.
Desde lo alto de una colina rocosa, un joven indio, gigante y
fuerte solía contemplar inmóvil, horas enteras, hasta que el sol se perdía en
el horizonte, a la espera de esa maravillosa aparición de la muchacha.
Al principio la miraba como a una diosa, encandilado y cauto,
a la distancia. Más adelante, saltaba a su encuentro en cuanto la divisaba,
ganando a poco, con su destreza y su arrogancia, la confianza de Amaike hasta
inspirarle el mismo sano y dulce amor que por ella había nacido. Él, vigilante,
todas las tardes se situaba en su natural mirador de la colina, como un
centinela y paciente esperaba las cada vez más frecuentes salidas de la hermosa
muchacha. El amor los iba atando firmemente y en sus lazos, ambos jóvenes se entregaban
con la ilusión de sus vidas en flor.
En una oportunidad, dos soldados que hicieron una entusiasta
descripción de la muchacha mientras bebían en el bodegón del naciente pueblo de
Tandil, juraron traer prisionera a la "endiablada" y
blanca indiecita, a fin de justificar su narración. Alguna base tenían para
arriesgar ese juramento. Unos de los soldados había sospechado del periódico
encuentro de la jovencita serrana con el indio valiente que desde una colina
lejana permanecía firme y desafiante. Así es que a fuerza de vigilar, apostados
en los senderos, lograron sorprender a la escurridiza muchacha. Esta, que nunca
había sabido de violencias, luchó desesperadamente y se defendió con coraje y
decisión para no perder la libertad que la alejaba de sus prados y de su
amor... Pero nada pudo hacer... Ya en plena noche, los tenaces soldados
regresaban complacidos, y al franquear la entrada del fuerte, vióse con ellos a
la más hermosa de las prisioneras.
Al día siguiente, con las primeras luces de la madrugada, se
tuvo la certeza de que Amaike había sido hecha prisionera por
el hombre blanco. Entre los indios, su recuerdo no tardó en apagarse y su
existencia fue atribuida únicamente a la leyenda. Pero, en lo alto de la
colina, por los días y los días, el atlético indio que aguardaba siguió firme
en su mirador, con la esperanza ya vana, de volverla a ver. Quienes visitan el
lugar, creen adivinar a través de los contornos de la erguida piedra, la figura
imperturbable de quien espera todavía fiel a su amor, que nunca más volverá.
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