Lorenzo Horizonte tenía el pelo
enrulado como si llevara víboras en la cabeza. Es que era un gran matemático.
Le gustaban los cálculos: treinta y dos millones cuatrocientos mil veinticuatro
por ochocientos veinte millones trecientos treinta y ocho más cuarenta mil uno
dividido... y así podía seguir llenando pizarrones.
Pero no era feliz.
Un gong de tristeza le golpeaba el alma
por las mañanas: "no soy feliz no soy feliz".
Luego el gong se sumó también a las
noches y a las tardes, hasta dejar el alma de Lorenzo convertida en fracciones.
Y cuando empezó a recibir ese golpe constantemente, decidió consultarlo con su
médico para descubrir la raíz.
—Mire doctor —dijo Lorenzo— tengo un
golpe continuo en el alma y me da miedo que se me rompa.
—Ajá —contestó el médico— ¿y cómo suena
ese golpe?
—Hace un ruido amargo, doctor —replicó
Lorenzo con tristeza.
—¿Lo probó?
—No, no puedo probarlo doctor, pero me
hace sentir muy pesado.
—Pero usted es flaco.
—Sí, pero me siento gordo.
—Mjm, no ha probado el golpe y dice que
es amargo, se siente gordo pero es flaco. Dígame —el doctor escribía en una hoja
blanca la historia clínica de Lorenzo— ¿qué cosas de las que mira lo ponen
contento?
—¡Un pizarrón lleno de números todos
hechos por mí! Se lo voy a explicar de forma simple: escribir uno más uno y
saber que es dos, dos más dos y sumar cuatro, cuatro por tres y ...
—Está bien, está bien. Evidentemente
hay algo que anda mal. Urgente, le indico unas vacaciones con mucho paisaje.
—¡Pero no puedo! ¡mi trabajo, mis
números!
—Bórrelos, señor Lorenzo. Y por favor,
hágame caso.
Como el gong seguía y ya no sólo
golpeaba su alma, sino también su cabeza, sus miembros, en fin, todo el cuerpo,
Lorenzo decidió obedecer al médico.
Entonces, además de los números, se le
empezaron a multiplicar otros sueños.
¿En qué se parece el mar a un pizarrón
lleno de números? En que el mar se mueve y los números también.
Y se fue al mar.
Alquiló una casa junto a la playa y
pasó el primer día mirando las olas. Pero al segundo día no le fue suficiente
con mirarlas: se las puso a contar.
—Una ola más otra ola más otra ola por
cinco olas que vienen desde el horizonte menos tres que desaparecieron en la
orilla...
Y empezó a escribir cuentas en la
arena. Se sentía un creador de tanto paisaje de número, mientras calculaba los
movimientos del mar.
Pero el gong de tristeza le seguía poceando
el alma.
Probó entonces contar noctilucas en el
mar nocturno. En las noches sin luna, era difícil sumar los brillos sobre el
borde de las olas, aunque era interesante; pero después, restarle las olas
opacas de noches con luna, era más difícil todavía; por lo tanto, para Lorenzo,
interesante al cuadrado. Aunque no para ese momento, no había cuenta ni
bisectriz que le lograra tapar el pozo que se le iba produciendo por el golpe.
Observaba los ángulos de las estrellas,
llegó a calcular la superficie del sol. Ni los caracoles con sus
circunferencias, ni las piedras paralelepípedas lograron siquiera medir el peso
específico de una tristeza que iba creciendo cada vez más. Llegó al colmo de
discutir ecuaciones matemáticas con los berberechos, llamar a una roca "señorita
Monomio" (era la roca donde se sentaba por las tardes, a tomar mate y a
contar el tiempo).
Toda la arena era un pizarrón gigante
que el viento se encargaba de borrar.
Esa mañana soplaba fuerte. Lorenzo
había bajado a la playa con campera. Mientras dibujaba los números, ella
apareció de lejos, con un vestido azul.
(Ella también fue un encargo del
viento).
A Lorenzo se le empezaron a mezclar las
curvas de los cosenos apenas la vio. El gong dentro del alma se le paralizó al
instante.
Ella, todavía lejos, se sentó sobre
"señorita Monomio" y sacó una flauta de su bolso. Se puso a tocar.
Las tangentes de Lorenzo se hicieron trizas. Aquel sonido le destruyó el gong
definitivamente. Estaba sin cuentas pendientes en la cabeza.
Y poco a poco, poco a poco, como un
reptil enamorado, se le fue acercando.
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