Tenía un hermano pequeño, y a nadie más tenía. Hacía mucho tiempo, desde
la muerte de sus padres, habitaban los dos solos en esa playa desierta, rodeada
de montañas. Pescaban cazaban, recogían frutos y se sentían felices.
En verdad, tan pequeño era el otro, apenas como la palma de su mano, que
el mayor encontraba normal ocuparse él solo de todo. Pero atento siempre a la
vigilancia de su hermano, delicado y único en su minúsculo tamaño.
Nada hacía sin llevarlo consigo. Si era día de pesca, allá se iban los
dos mar adentro, el mayor metido en el agua hasta los muslos, el menor a
caballo en su oreja, ambos inclinados sobre la transparencia del agua,
esperando el momento en que el pez se acercaría y ¡zas! caería preso en la
celada de sus manos.
Si se trataba de cazar, salían hacia el bosque, el pequeño acomodado a
sus anchas en la alforja de cuero, el grande caminando a largos pasos por entre
los arbustos, en busca de algún animal salvaje que les garantizara el almuerzo,
o de frutas maduras y jugosas para calmar la sed.
Nada faltaba a los dos hermanos. Pero en las noches, sentados frente al
fuego recordaban el pasado, cuando sus padres aún estaban vivos. Y entonces la
casa entera parecía llenarse de vacío y, casi sin advertirlo, comenzaban a
hablar de un mundo más allá de las montañas, preguntándose cómo sería, si
estaría habitado, e imaginando la vida de aquellos habitantes.
De una en otra suposición, la charla se ampliaba con nuevas historias
que se ligaban entre sí, prolongándose hasta la madrugada. Y, durante el día,
los dos hermanos sólo pensaban en la llegada de la noche, hora en que habrían
de sentarse junto al fuego a recrear ese mundo que ignoraban. Y la noche se fue
haciendo mejor que el día, la imaginación más seductora que la realidad.
Hasta que una vez, ya cerca del amanecer, el pequeño dijo:
—¿Por qué no vamos?
Y el mayor se sorprendió de no haber pensado en algo tan evidente.
No tardaron mucho en los preparativos. Reunieron algunas provisiones,
tomaron pieles para enfrentar el frío de las montañas, cerraron bien la puerta
de entrada. Y se pusieron en camino.
Montado en la cabeza del hermano, asegurando con vigor las redes de su
cabello, el pequeño se sentía tan valiente como si también él fuera alto y
poderoso. Cabalgadura de su hermano, pisando con firmeza tierras cada vez más
desconocidas, el mayor se sentía estremecer por dentro, como si también él
fuera pequeño y delicado. Pero los dos cantaban sin cesar, estaban juntos, y
aquélla era su más linda aventura.
Después de algunos días de marcha, el suelo dejó de ser plano, y comenzó
la cuesta de la montaña. Subieron por caminos abiertos mucho antes por los
animales, inventaron atajos. Desde la cabeza del hermano, el pequeño indicaba
los rumbos más fáciles. Y el grande se aferraba a las piedras, rodeaba
zanjones, bordeaba precipicios. Cada día más frío, el viento les arañaba el
rostro. Nubes densas cubrían su canto. Acampaban por la noche entre las rocas,
envueltos en pieles. Y al amanecer proseguían su lenta ascensión.
Tanto subieron que un día, de repente, no hubo ya modo de subir más.
Habían llegado a la cima de la montaña. Y de allá arriba, extasiados,
contemplaron por fin el otro lado del mundo.
Qué bonito era. Y tan diminuto, en la distancia, y tan limpio y bien
dispuesto. Las colinas descendían, suaves, hasta los valles, y los valles
sembrados de huertos y campos estaban salpicados de aldeas, con casitas y
gentes muy pequeñas que se movían a lo lejos.
Alegres, los dos hermanos comenzaron a descender. Bajaron y bajaron, por
caminos ahora más fáciles, trazados por otros pies humanos. Pero, curiosamente,
por más que avanzaban, las casas y las personas no parecían crecer tanto como
habían esperado. Ellos estaban cada vez más cerca, y los otros seguían siendo
pequeños. Tan pequeños tal vez como el hermano que, desde su alto mirador,
espiaba sorprendido.
Casi estaban llegando a la primera aldea, cuando oyeron un grito, y
después otro, y vieron que todas aquellas personitas corrían a encerrarse en
sus casas, cerrando luego tras de sí puertas y ventanas.
Sin entender cabalmente lo que sucedía, el hermano mayor depositó en el
suelo al pequeño. Y éste, viéndose por primera vez en un mundo de su tamaño,
infló el pecho, irguió la cabeza y, pisando con determinación, se acercó a la
casa más próxima. Llamó a la puerta, y esperó.
A través de la hendija que se abrió con cautela, dos ojos, exactamente a
la altura de los suyos, espiaron. Silencio al otro lado de la puerta. Pero un
segundo después también las alas de la ventana se apartaron levemente, dando
espacio a la vivaz curiosidad de otro par de ojos. Y en cada casa se abrieron
temblorosas otras hendijas, asomó tras ellas el destello de otras miradas. Al
principio receloso, casi encogido entre los hombros, después más osadas,
estirándose, surgieron cabezas de hombres, de mujeres y de niños.
Cabezas pequeñas, todas minúsculas como la de su hermano, pensó el
mayor, mientras trataba afanoso de comprender. No había nadie allí que fuera
grande, nadie de su propio tamaño. Y sin duda sucedía lo mismo en las aldeas
vecinas, en todas aquellas casas que él había creído pequeñas sólo a causa de
la distancia.
El mundo, descubrió con súbito sobresalto al comprender por fin la
realidad, estaba hecho a la medida de su hermano.
Entonces vio que éste, tras hablar con los habitantes de la casa, volvía
hacia él tendiéndole la mano. El hermano, que siempre le pareciera tan frágil,
lo llamaba ahora con dulce firmeza. Y él se inclinó hasta tocar su manecita, y
se dejó guiar hasta las gentes de la aldea, frágil y único gigante en este
mundo.
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