Sentado sobre un tocón bajo el alero del rancho, el viejo Viscacha otea el horizonte.
Sostiene un leño en la diestra con el que da pequeños golpes al piso de tierra; en la
siniestra, el vaso lleno de ginebra hasta la mitad indica que el resto de la bebida ya se ha
deslizado por su garguero.
Es casi mediodía y llueve a raudales, como si fuera la última vez.
Las paredes de su morada son de barro y el techo de paja, y no dejan pasar ni una
gota. La suciedad que abunda en todo el rancho es caldo de cultivo de roedores,
cucarachas, moscas y otras alimañas.
Adentro, dos ratas pelean por un pedazo de pan duro. Una de ellas clava sus
colmillitos en el hocico de la otra, que se retira sangrante hacia su escondrijo bajo la
cocina, asumiendo la derrota. La triunfadora relame sus bigotes mugrientos y, con gran
donaire, sale del rancho con el mendrugo en la boca.
Al pasar junto al viejo, este descarga con violencia el madero contra el lomo del
animal, quebrándole la columna vertebral y matándolo en el acto.
—Bicho de mierda —dice, y un escupitajo certero da contra la cabeza del
infortunado roedor. Sin soltar el leño, toma el pedazo de pan de las fauces de la rata, lo
huele, sonríe mostrando sus pocos dientes sarrosos, y se lo zampa de un bocado.
Se rasca la barba canosa manchada de amarillo —por la enorme cantidad de cigarros
que ha fumado en toda su vida—, y una costra de suciedad se desprende de ella junto a
un par de piojos que habitaban allí.
Empina el vaso, se toma de un trago la ginebra que resta y se seca los labios con el
revés de su poncho raído por las polillas y repleto de pulgas, sin desperdiciar ni una gota
del preciado alcohol.
No sin esfuerzo —la vejez que se abate sobre los hombros ha hecho estragos en su
físico maltrecho— se levanta del tocón, arroja lejos el leño y va hasta la cocina.
A pesar del descontrol que reina en el lugar —restos de comida pudriéndose en el
piso, el camastro a un costado con unas mantas que despiden un olor terriblemente
hediondo (del que él hace caso omiso)—, enciende el fuego de la cocina de leña y pone
la pava encima con intenciones de prepararse unos mates.
Es en ese momento cuando escucha a los galgos cimarrones —su única compañía,
ocho perros flacos a los que se les ven las costillas pegadas al cuero (pero cazadores sin
igual de cualquier bicharraco que camine por la pampa)— aullar todos al unísono bajo
la lluvia.
Vuelve a salir al alero, extrañado, y los galgos corren a refugiarse con la cola entre
las patas detrás de su figura encorvada. Envalentonados al abrigo del viejo matrero, los
ocho canes ladran y muestran sus colmillos a la lluvia, señalando con sus hocicos al
tordillo bichoco, sordo y ciego de un ojo, ensillado bajo la lluvia y cuyas riendas están
atadas al cerco de alambre de púas que rodea el rancho.
Una mujer flota en el aire junto al caballo viejo.
—¡Juira, luz mala! —grita el viejo. Recula, asustado, para tropezarse con uno de los
galgos pulguientos y caer de culo sobre el piso de tierra, todavía bajo el alero. Un rayo
de dolor lo estremece y le perfora los huesos de sus caderas deshechas.
Los galgos huyen despavoridos hacia el monte junto al rancho.
La aparición se desliza volando sin mojarse bajo la lluvia y lo enfrenta, cara a cara,
las narices casi tocándose; sonríe, y muestra una boca sin dientes donde la lengua negra
pugna por decir su verdad. Los largos cabellos azabache del fantasma se deslizan hacia
la izquierda de su cráneo y dejan a la vista el parietal derecho completamente hundido,
con claras marcas de haber sufrido un duro golpe.
El corazón de Viscacha acelera sus latidos a un ritmo frenético, dominado por el
terror, y los recuerdos de antaño horadan su mente.
¡Lorenza! Prepará unos mates… Su prienda yendo a la cocina a poner la pava en el
fuego. Él mismo jugando con sus canes, fumándose un cigarro y apaleándolos con un
leño para señalar quién es el que manda. Lorenza que le alcanza un mate. ¡Está frío,
mujer!… Ella que se encoge de hombros y se da media vuelta para retomar sus labores
cotidianas. Él que mira el leño. Sus ojos que enrojecen de furia. El último azote, que
dibuja un arco siniestro en el aire. La sangre que lo salpica todo. No más mates fríos.
La mujer lo besa con sus labios fríos, hurgando con la sinhueso en el interior de la
boca del viejo, hasta que los ojos miedosos de Viscacha dejan de mirar las cuencas
vacías del espectro para contemplar inmóviles y exánimes el infinito.
Así como vino —de la nada—, el fantasma se esfuma en el aire.
Deja de llover y todo queda en silencio. Solo se escucha la pava que chilla en la
cocina.
Pasan diez minutos y uno de los galgos regresa de su escondite bajo los eucaliptos; se
acerca al cadáver del viejo, que yace junto a la puerta del rancho, y lo husmea,
desconfiado —demasiados palazos de su dueño lleva sobre el lomo—. Al ver que no
reacciona, ladra hacia el monte. La jauría se acerca veloz.
Famélicos, sacian su hambre de días con el exquisito manjar que ha quedado a su
entera disposición.
A pesar de que la carne que desgarran y mastican esté un poco dura —y algo
podrida— de tan vieja. Y huela terriblemente mal.
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