Pirayú era cacique de una
tribu que vivía a orillas del río Paraná. Mandió era cacique de una tribu
vecina. Pirayú y Mandió eran buenos amigos. De ahí que sus pueblos
intercambiaban en paz artesanías y alimentos.
Cierta vez, Mandió tuvo la
gran idea de unir a las dos tribus, y por eso pidió en matrimonio a la hija de
Pirayú. - Para estar siempre unidos quiero casarme con tu hija - dijo a su
amigo. Imposible - respondió preocupado Pirayú. Y contó en seguida a Mandió que
su hija no se casaría con ningún hombre porque había ofrecido su vida al dios
Sol.
Ante la incredulidad de
Mandió, Pirayú explicó que -Carandaí, mi hija, desde muy pequeña pasa las horas
contemplando al sol. Sólo vive para él. Por eso los días nublados la ponen tan
triste -; Mandió se alejó disgustado y prometiendo venganza.
Los días pasaron hasta que
cierta vez andaba Carandaí con su canoa contemplando la caída del sol en medio
del río cuando, de pronto, vio resplandores de fuego sobre su aldea. Remó rápidamente
hacia la orilla, pero, cuando intentó desembarcar, unas barras gruesas de
madera trabaron sus movimientos.
- ¡Ajá!, tendrás que
pedirle a tu dios que te libere de mi venganza - dijó Mandió.
- ¡Oh! Cuarahjí, ¡Mi
querido sol! - susurró Carandaí. - No permitas que Mandió acabe conmigo y mi
pueblo. No lo permitas mi dios...
Y no había terminado de
hablar cuando Cuarajhí, el sol, envió a la joven un remolino de rayos potentes
que la envolvieron y la hicieron desaparecer de la vista de Mandió.
Allí donde había estado
Carandaí, brotó una planta esbelta y hermosa con una flor dorada que, al igual
que la princesa, siguió siempre, con su cara al cielo, los rumbos del sol.
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