El tiempo no tiene una sino sus muchas
ruedas. Una rueda para las criaturas de corazón lento, y otra para las de
corazón apresurado. Ruedas para las criaturas que envejecen lentamente, ruedas
para las que se hacen viejas con el día.
Digo esto porque habrá quienes quieran
saber cuánto tiempo transcurrió desde que los husihuilkes regresaron a Los
Confines, después de la guerra contra los sideresios, hasta el día en que
Kuy-Kuyen se irritó por la torpeza con que Wilkilén desgranaba el maíz.
Si me preguntan esto deberé responder
que los hombres contaron cinco cosechas, el tiempo de ver crecer a un niño.
Pero deberé agregar que las luciérnagas contaron cientos y cientos de
generaciones muertas, un tiempo perdido en sus memorias. Y que para la montaña
transcurrió apenas un instante.
Dice el que cuenta que Misáianes, hijo
de la Muerte, dispone de más tiempo que una montaña.
Digo lo que es verdad. La rueda de
Misáianes gira muy lentamente, como pausado late su corazón.
Sucedió que, después de zarpar la flota
que partía a conquistar las Tierras Fértiles, Misáianes quiso dormitar un
momento. Bostezó un gran viento a favor de las velas de sus naves, y se acomodó
en el hueco de su monte.
Pero Misáianes apenas había alcanzado
el sueño cuando el dormir se le pobló de presagios, de náuseas y de
advertencias que lo obligaron a abrir los ojos. Frente a él había una comitiva
de parientes asustados, que retrocedieron al verlo despertar. Ninguno de ellos
quería ser el pregonero del fracaso. Ninguno quería anunciarle la derrota.
No había, entre todos, quien se
atreviera a decirle que Drimus se había quedado en las Tierras Fértiles, con
algunos hombres y sus perros. Y que Leogrós había hecho el viaje de regreso
para enfrentar su castigo.
Misáianes tuvo que increparlos para que
balbucearan la desgracia. Cuando escuchó y comprendió lo que había sucedido, el
Odio Eterno se revolvió en su nicho de roca hasta abrirse la carne.
Mientras esto ocurría, los husihuilkes
volvieron a abrir surcos, pusieron semillas y levantaron una cosecha. La
primera después del final de la guerra.
Luego Misáianes rugió. Todos en sus
dominios se protegieron la cabeza entre los brazos, y aun así cayeron vencidos
por el dolor. Y mientras Misáianes rugía en la cima de un monte de las Tierras
Antiguas, los husihuilkes de Los Confines vieron madurar la segunda cosecha.
Pero un día Misáianes se apaciguó.
Comprendió lo que debía hacer. El hijo de la Muerte recuperaba la calma, y en
el sur de la Tierra la tercera cosecha de zapallos recuperaba su dulzura.
Cuando Misáianes ordenó que buscaran a
su madre y la llevaran frente a él, la gente de Los Confines estaba cantando.
Se pasaban de mano en mano los zapallos nuevos y apilaban los frutos del maíz
en montones de abundancia.
La madre acudió al llamado del hijo.
Para entonces, los hombres del sur se preparaban para levantar la quinta
cosecha, las luciérnagas habían perdido la cuenta de sus siglos, la montaña era
casi la misma. Y Kuy-Kuyen se enojaba porque Wilkilén desgranaba el maíz fuera
del cesto.
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