I
Los padres de la Bella Durmiente celebraban el cumpleaños número quince
de su segunda hija.
Veinte años atrás, su primogénita, los mismos reyes y toda la población
de Palacio se habían salvado, gracias al beso del príncipe, del sueño eterno en
el que los había sumido la maldición de la bruja Agatha —también conocida como
el Hada Mala—. Maldijo a Bella, la primogénita, en su cumpleaños número quince,
precisamente por no haber sido invitada a la fiesta. La condenó a dormir por
siempre en cuanto se pinchara con una aguja. De no ser por el beso en los
labios del príncipe Romo, aún estarían durmiendo.
Los reyes habían recibido el nacimiento de Bella como un milagro, puesto
que por entonces llevaban muchos años de casados sin que la Providencia los
hubiese bendecido con la llegada de un hijo. Y luego de que el príncipe anulara
el hechizo, al poco tiempo dieron al reino la buena nueva de que un hijo más
venía en camino. Fue una hermosa princesita a la que llamaron Sofía. Ahora
cumplía quince años.
Las horribles circunstancias del cumpleaños número quince de Bella
habían escarmentado a los reyes, Flavio y Adriana. Ya sabían que no bastaba con
todo el poder ni el dinero ni los guardias del mundo para garantizar la
seguridad de sus hijas. Pero, aunque nada fuera suficiente, debían precaverse
con inteligencia y astucia para que el destino de las jóvenes fuera lo más
seguro posible.
Por ello, para el cumpleaños número quince de Sofía convocaron al reino
al profesor Strogonoff, quien estaba reputado en toda Europa como sabio
prominente, experto en estrategia, seguridad y trato con los poderes
extraterrenales.
El profesor Emil Strogonoff era un hombre de cincuenta años, de muy buen
ver, con una tupida barba blanca, y una mirada intensa y brillante. Llegó a
Palacio en un carro tirado por dos caballos, acompañado por cuatro guardias del
reino de Basilea, de donde provenía, y a llegar al sendero real se le sumaron
cuatro guardias montados más, enviados por Flavio y Adriana.
Luego de una opípara merienda, el sabio durmió una necesaria siesta, y
por la noche, luego de la cena —porque mientras se come no se trabaja—, Flavio,
Adriana y Emil Strogonoff se reunieron en la Sala de Conferencias real para
debatir el tema: cómo asegurar el buen transcurrir de la fiesta de quince años
de Sofía.
Strogonoff pidió todos los documentos referidos al cumpleaños número
quince de Bella, a Agatha y a las Hadas Buenas.
—Es evidente —les dijo el sabio a los reyes— que vuestra preocupación
deviene del mal trance vivido hace veinte años, cuando el cumpleaños número
quince de vuestra primogénita. Lo primero que debemos evitar es que se repitan
semejantes sucesos.
Flavio y Adriana asintieron.
Los tres conversaron horas sobre cada uno de los detalles que habían
precedido a la ceremonia, a la aparición intempestiva de Agatha y a la
maldición. El profesor Strogonoff leyó una vez más los documentos delante de
los reyes y, no contento con ello, se llevó los papeles a la cama.
—Mañana por la mañana —dijo el profesor—, luego del desayuno, les
recomendaré un plan de acción.
Los reyes pasaron una mala noche, aguardando con ansiedad la sugerencia
del sabio.
Al día siguiente, como había prometido, luego de los canapés de lengua
de ruiseñor y la leche con licor que los reyes acostumbraban desayunar,
Strogonoff presentó su plan de seguridad.
II
—Quizá mi idea les resulte pueril o infantil —dijo el profesor—. Pero a
menudo los peligros más difíciles se alejan con las respuestas más simples. Lo
sé por mi servicio a las órdenes de buena parte de los poderosos de la Tierra:
reyes, emperadores y hombres ricos o ilustres. Por todo lo leído y conversado,
tengo para mí que el único peligro real cercano que hoy afrontamos es la misma
Agatha. Aún vive y ansía venganza. Es cierto que a lo largo de su vida la
princesa Sofía enfrentará muchos otros peligros —no podemos prever la mayoría
de ellos—, y para entonces, si la buena fortuna lo quiere, ella ya estará
casada, protegida por un gran señoir, y será lo suficientemente grande como
para saber precaverse o bien recurrir a mí de nuevo, que estaré siempre a
vuestras órdenes. Pero el desafío de la presente hora es impedir que en la
próxima fiesta, en la flor de su edad, la princesa Sofía sufra un destino
semejante al de vuestra primera hija. Por lo tanto, mi consejo es invitar a la
bruja Agatha a la fiesta.
III
El rey y la reina casi se caen para atrás en sus confortables sillones.
Sabían que la bruja vivía, pero tenían la esperanza de no volver a verla
por el resto de su vida. ¿Invitarla a la fiesta, nada menos... ¡a la
responsable de la peor tragedia que habían vivido!?
—Pero... pero... —tartamudeó el rey Flavio, que nunca tartamudeaba—.
¿Cuál es el sentido de invitar a nuestra peor enemiga a la más importante de
nuestras fiestas?
—Mis queridos reyes —respondió Strogonoff con la calma que lo había
hecho célebre. Ustedes saben tan bien como yo que la bruja Agatha lanzó su
maldición sobre Bella con motivo de no haber sido invitada a la fiesta. Pues...
¡prevengámonos! Invitémosla a la fiesta de Sofía y quitémosle todo motivo para
atentar contra la familia real. Deben saber, vuestras majestades, que la paz se
hace con los enemigos. No hace falta hacerla con los amigos, pues con ellos ya
existe una relación pacífica. Les recomiendo invitar a Agatha, como si fuera
otra de las brujas buenas. Más vale tenerla de invitada que de enemiga.
Los reyes pidieron al profesor tiempo para meditar su consejo.
Se retiraron a la alcoba real y regresaron cuando Strogonoff terminó su
almuerzo. El profesor les pidió permiso para retirarse a su siesta diaria antes
de recibir la respuesta real, y sus anfitriones se lo concedieron. Por la
tarde, Flavio y Adriana respondieron que aceptaban el consejo: invitarían a
Agatha a la fiesta.
IV
No se recordaba en el reino una fiesta tan fastuosa, elegante y cálida
desde la boda de Bella.
De todos los reinos, de todos los imperios, e incluso de aquellos países
donde ya no había reyes ni emperadores concurrieron invitados: gentes de la
corte, grandes dignatarios, científicos e historiadores de escasos recursos
económicos. También, por supuesto, las tres hadas buenas: Marcia, Flora y
Azulina.
Como a todos los invitados, los reyes hicieron llegar a Agatha una
tarjeta enmarcada y bordada en oro, convocándola al cumpleaños de quince de
Sofía. Pero cuando ya el banquete promediaba, la bruja no se había hecho
presente.
Flavio la aguadaba con enfermiza ansiedad, pero Adriana comenzaba a
concebir la esperanza de que no concurriera. Emil Strogonoff mantenía su
impasible calma.
Para los postres, poco antes de que Adriana se dispusiera a decir unas
breves palabras y regalara a su hija una corona de oro y perlas, y una
provincia oriental; poco antes de que las tres hadas buenas bendijeran a la
quinceañera con dones sobrenaturales, un rayo siniestro atravesó el gigantesco
salón y apareció Agatha flotando justo en el medio entre el piso de plata y el
techo de mármol.
—Malditos —gritó—. Malditos los reyes, malditos los invitados y maldita
la homenajeada.
Flavio tragó sin masticar el trozo de pastel que tenía en la boca:
¿acaso no le había llegado la invitación? ¡Tres pajes y dos guardias le
aseguraron que la había recibido la bruja en persona!
Strogonoff miró con severidad a la reina Adriana: ¿acaso no habían
seguido su consejo, no la habían invitado?
Fue Adriana, demostrando la profundidad de la oculta valentía de las
mujeres, la que se atrevió a responderle con un grito de madre injuriada:
—Te hemos invitado a nuestra fiesta, Agatha. Como a todos, te enviamos
una tarjeta enmarcada y bordada en oro. ¿Por qué no ocupas tu lugar en la
silla, lo que te ha sido ofrecido en buena ley, en lugar de amenazarnos sin
sentido?
—Claro que me habéis invitado, desdichados. He llegado un poco tarde, pero
de todos modos antes de que termine la fiesta. A tiempo para condenar a tu hija
a que duerma eternamente no bien se pinche con una aguja.
Proferida la maldición, lanzó un nuevo rayo, sólo sobre Sofía, que la
hizo brillar malsanamente durante un segundo. Las hadas, una vez más, nada
podían hacer para romper ese hechizo.
Flavio, alentado por la valentía de su esposa, gritó a la bruja:
—¡Cómo te atreves, ingrata! En la fiesta anterior nos dijiste que tu
furia se debía a que no te habíamos invitado... ¿Por qué nos atacas ahora?
Agatha se tomó un instante para responder, como si lo pensara, y habló
con indolencia:
—He descubierto algo sobre mí misma y creo que tal vez ustedes debieron
haberlo sabido antes que yo: soy mala porque sí. No me importa si me invitan o
no a sus fiestas; maldeciré a cada una de sus hijas.
—Tiene toda la razón, Majestad —dijo Strogonoff sin perder la calma—.
Reintegraré vuestros honorarios y abandonaré mi profesión. Definitivamente,
hace falta más que un estratega para vencer el enigma del Mal.
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