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viernes, 3 de abril de 2020

EL NABO GIGANTE

EL NABO GIGANTE
Cuento popular de la antigua Rusia

Paseaba el anciano señor Dimitroff por su huerta, mirando las flores y hortalizas que allí crecían, cuando vio el nabo...

- ¡Rápido, ven aquí! - llamó a su mujer -. Lo planté ayer y mira, casi se le ve crecer.

- No me gusta - susurró ella. Esto no es normal... me parece muy extraño.

El señor Dimitroff acarició el nabo y dijo:

- Ya no crezcas más por hoy... Mañana vendré a verte.

A la mañana siguiente, muy temprano, se despertaron y vieron cómo la luz del sol ondulaba a través de la ventana del dormitorio. Tenía un hermoso color verde pálido. El señor Dimitroff se dirigió descalzo a la ventana.

- ¡Dios mío! - dijo. ¡Santo cielo!

Su mujer fue a ver lo que estaba mirando. Iba de puntillas, pues el suelo estaba muy frío.

- ¡Es el nabo! - gritó. Ya sabía yo que algo iba mal apenas lo vi.

Bajaron al huerto a echarle una ojeada. El nabo era enorme. Se cayeron de espaldas al intentar ver la parte alta y allí se quedaron sentados, mirándolo fijamente.

- ¿Qué vamos a hacer? - dijo gimiendo la señora Dimitroff.

- ¡Comerlo! - dijo su marido. Y fue a buscar una escalera y una sierra para cortarlo.

Y subió y subió, mientras su mujer le sujetaba la escalera. Una vez arriba, empezó a trabajar serrando los tallos de las hojas. Éstas, al caer, cubrieron por completo a la señora Dimitroff, lo cual no le agradó en absoluto.

Después de que el señor Dimitroff la hubo rescatado, se llevaron todas las hojas arrastrándolas. Ató entonces un extremo de una soga a los tallos de las hojas que quedaban en el nabo, y rodeó con el otro su cintura.

- Ahora, querida - dijo - tú empuja el nabo por aquel lado y yo tiro de él desde éste..., pronto lo podremos sacar.

Pero el nabo no se movía.

- Será mejor que tiremos los dos - dijo su mujer.

Así fue que tiraron y tiraron, pero tampoco esta vez se movió el nabo.

Unos niños que volvían a casa al acabar la clase en el colegio se pararon a mirar.

- ¡Eh, Juanito! - dijo el señor Dimitroff. Ven y ayúdanos a sacar este nabo.

- ¡Claro! - dijo Juanito, y agarrándose de la cintura de la mujer todos tiraron. Pero el nabo seguía sin moverse.

Juanito llamó entonces a Aanita, su hermana, que también les ayudó.

- ¡Tiren... tiren con fuerza! - gritó el señor Dimitroff. ¡Vamos! ¡Otra vez!

Todos hundieron los tacos en el suelo y sus caras enrojecieron, pero por más que lo intentaron, nada movía el nabo.

- Llame a la perra - dijo Juanito.

El señor Dimitroff silbó a Lucía, la perra, que también les ayudó a tirar, pero el nabo tampoco se movió. Llegó entonces Mimís, el gato, que se agarró al rabo de la perra.

- Esta vez lo conseguiremos - gritó el anciano. Preparados, listos... ¡tiren ya! ¡tiren con todas sus fuerzas! Pero ni aun así se movió el nabo.

De repente, un ratoncito atravesó el huerto a toda velocidad. Mimís lo agarró rápidamente de la cola con su zarpa.

- Eh tú. Estás viviendo aquí y no trabajas - dijo el gato - así que métete ahora mismo debajo de ese nabo y róelo si no quieres que te roa yo a ti... Luego vuelve y ayúdanos a tirar.

El ratoncito cumplió la orden y después enroscó su rabo a la cola del gato y comenzó a tirar.

- ¡A la una, a las dos...! - gritaron al unísono y tiraron todos parejo.

Finalmente el nabo salió disparado del suelo, al tiempo que caían sobre ellos tierra y piedras como una granizada. Cayeron unos encima de los otros y el ratoncito desenroscó su rabo de la cola del gato y salió disparando. No quería ser aplastado ni mordido por Mimís.

Fue entonces que para festejar, el señor Dimitroff invitó a todos a cenar.

- ¡Traigan a sus amigos! - gritó. ¡Traigan a todo el mundo! ¡Ya verán cómo les gusta el potaje de nabo que hace mi mujer!

Fantástica fiesta. Fue todo el mundo y todos comieron hasta hartarse. Cuando se habían ido, Lucía y Mimís se echaron una siestecita en la alfombra, el ratoncito se hizo un ovillo en su agujero y el señor Dimitroff y su mujer se sentaron contemplando el fuego.

- Fue una maravillosa fiesta - dijo el anciano.

- En verdad, muy buena - asintió su mujer. Seguro que no hay nadie que haya cultivado un nabo tan grande - dijo. En mi vida había visto uno así, y aún sobró mucho nabo.

- ¡Pero no quiero volver a ver otro nabo en mi vida! - exclamó la anciana. ¡No sabes lo harta que estoy de nabos!

Silencio... Hasta el reloj había detenido su tic tac. Lentamente, el anciano se volvió hacia ella.

- ¿Qué hay de malo en ver nabos? Son muy hermosos... Yo, lo que no quiero es volverme a comer otro en mi vida ¡ja ja ja!

Y el señor y la señora Dimitroff se arrellanaron en sus sillas y rieron hasta saltárseles las lágrimas.

Los animales sonrieron, el reloj volvió a sonar con su alegre tic tac y el fuego chisporroteó una vez más en el hogar.

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