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sábado, 4 de abril de 2020

CUENTO: "REBELIÓN EN EL PUCHERO" DE SILVIA SCHUJER

Rebelión en el puchero


Despacito, muy despacito para que el bebé no se despertara, María sacó la olla más grande que había en la cocina y la llenó de agua.

Lavó verduritas y las picó. Peló papas, batatas, zanahorias. Cortó zapallo en trozos y desnudó de su disfraz de hoja dos choclos tiernísimos.

Sacó de la heladera unos huesos con carne que había reservado para ese día y, tratando de que entrara, metió todo en la olla grande llena de agua.

Echó sal. Satisfecha con el puchero que habría de resultar, prendió una hornalla, puso una tapa sobre la olla y la olla tapada sobre el fuego.


Despacito, para que el bebé no se despertara, María salió de la cocina hacia otra parte de la casa.

Todo parecía estar en calma. Pero de repente un murmullo surgió de la cocina hacia otra parte de la casa. Del puchero, mejor dicho.

—No tengo espacio… —se oyó decir a una papa.

—La culpa es de los choclos —replicó una zanahoria. Y los choclos miraron amenazadoramente a las pelirrojas, mostrándoles uno a uno, todos los dientes de su dentadura.

—No tienen gusto a nada y se quejan —alguien dijo a las papas. Y las verduras volvieron la vista a los zapallos, que, zapallos como siempre, intentaban refugiarse bajo la carne.


El parloteo fue subiendo de tono hasta que, como un terremoto o más bien una tormenta venida desde el fondo, el agua empezó a hacer globitos. “Brglubb” “Brglubb”, fue el sonido del agua hirviendo que se sumó al de las verduras. Y un movimiento ondulante empujó la tapa de la cacerola, haciéndole pegar un salto por cada burbuja.

Y si en una olla normal el agua hirviendo es señal de que todo se está cocinando en orden, en aquel puchero colmó la paciencia de la multitud.


Las papas se chocaban contra las zanahorias, las verduritas con los huesos.

La carne sacó músculo y desafió al que la tocara. Los huesos atontados golpeaban su cabeza contra la tapa.

Las zanahorias se cansaron y empezaron a los gritos. Más duras que cuando se las muerde crudas, se pusieron frente a los choclos y les pidieron que se retiraran inmediatamente del puchero.

El apio, en representación de las verduritas, apoyó a las zanahorias. Y en un discurso explicó que el problema de espacio podía solucionarse echando a los choclos, ya que, después de todo, no servían para hacer el puré.

Algunas papas aplaudieron la idea, pero cuando se vieron enroscadas entre el perejil y las cebollitas de verdeo, decidieron por fin ponerse en contra de todos.

Se endurecieron como cemento y empezaron a los golpes.

Los choclos ofendidos afilaron sus dientes. Y en poco tiempo la batalla era feroz. Una hora más tarde el humo atrajo a María hacia la cocina.

Destapó la olla humeante y con un tenedor trató de pinchar una batata. Estaba tan, pero tan dura que intentó con una papa. Allí los dientes del tenedor no pudieron penetrar ni un milésimo de milímetro. Probó con un cuchillo en la carne y el cuchillo se dobló.


Creyendo que el fuego se habría apagado, María miró la hornalla. Al ver las llamas anaranjadas calentando sin tregua se quedó sin palabras.

—Le faltará cocinarse —pensó. Y corriendo al escuchar el llanto de su bebé, abandonó la cocina por un rato.

—Por tu culpa no nos vamos a convertir en puchero —protestó una batata. Y las papas rabiosas atropellaron a los trozos de zapallo saltando todos para afuera.

—¡Sin zapallos no hay puchero! —gritaron los huesos. Y cuando fueron a enfrentar a las batatas, chocaron contra los choclos, volando por los aires primero, hasta caer intactos sobre el piletón después.

—¿Probaron puré sin batatas? —preguntó una zanahoria. Y la carne de un trompazo la hizo aterrizar en el piso.

En ese mismísimo instante entró María a la cocina con su bebé en brazos. Desconsolado, llorando de hambre y escupiendo el chupete engañador.


—¿¡Qué es esto!? —suspiró María. ¡Mi puchero! —exclamó mientras secaba los lagrimones de su cara y los de su bebé.

Y en medio de tanta desazón se puso a cantar una canción de cuna. Porque María cantaba las canciones de cuna más lindas del mundo. Eran su especialidad. Más que cocinar, por supuesto.

Duérmase mi niño
un ratito más
que este pucherito
se va a cocinar.

Con voz dulce y suave mecía a su bebé para tranquilizarlo.

Este pucherito
no se quiere hacer
y mi niño lindo
lo quiere comer
Duérmase mi niño
un ratito más
que este pucherito
se va a cocinar


Y al mismo tiempo que el bebé, envueltos en una poderosa modorra y agotados por la lucha, los choclos empezaron a bostezar, los zapallos a ablandarse, las papas a remolonear.

Despacito, muy despacito para que su bebé no se despertara,
María levantó cada una de las verduras. Y acompañándose con la música, las fue poniendo en la olla una vez más.

Cómodas y entregadas al sueño, las batatas se aflojaban lentamente. A ritmo de la canción la carne se había dormido y, blandita, flotaba entre el apio, el puerro, las cebollitas de verdeo y las papas.

Los zapallos roncaban.


Y fue así como en breves minutos y despidiendo un olor exquisito el puchero quedó cocinado. Como este cuento, que sin colorín y sin colorado, de repente, se ha acabado.


FIN

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