Amarillo
Ye-Lou fue emperador de un vasto territorio ubicado al este del mundo
conocido. El suyo era un imperio dorado donde las porcelanas lucían tan suaves
y pálidas como las mujeres, las mujeres caminaban gráciles bajo el sol, y el
sol picaba como un grano de mostaza.
Este emperador, este Ye-Lou del que les hablo, tenía por costumbre
dormir la siesta.
Las siestas, no importa en qué lugar sucedan, huelen a papeles
envejecidos y zumban como abejas. Y bien..., Ye-Lou las olía, las escuchaba, y
se dormía de pronto en cualquier sitio donde estuviese. La mayoría de las
veces, el sueño lo atrapaba durante su almuerzo; de modo que el plato de arroz
con azafrán quedaba a medio terminar.
Apenas el emperador empezaba a cabecear, su esposa le sugería que
utilizara para su siesta la cama recubierta con escamas de oro. Su consejero le
aconsejaba la cama torneada en bronce, y su médico le recetaba la cama tapizada
con piel de leopardo. Pero Ye-Lou no escuchaba a nadie porque, fuese donde
fuese, Ye-Lou ya estaba durmiendo y roncando.
Cuando los sirvientes del palacio oían los ronquidos, se apresuraban a
cubrir con lienzos las ciento cincuenta y cinco jaulas donde penaban y trinaban
quinientos cincuenta y tres canarios. Las cubrían para que todo fuese silencio
durante la siesta del emperador.
Pero un día, las siestas del emperador dejaron de ser dulces y plácidas,
y se pusieron agrias y difíciles. Como si dijésemos que las siestas de Ye-Lou
pasaron de ser miel a ser limón.
Todo comenzó durante una calurosa siesta de verano, cuando el durmiente
emperador tuvo un horrible pesadilla. Horrible para un emperador de tan vasto
imperio que debía creerse, por necesidad, el más grande, venerable y digno de
amor de todo este mundo.
Su pesadilla comenzó con la aparición de un punto de luz que fue
creciendo, creciendo y creciendo hasta doblarlo en estatura. Después, la luz le
habló con voz gigantesca:
—Oye bien, emperador Ye-Lou. Hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán su rostro
mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor.
La primera vez, Ye-Lou no quiso darle demasiada importancia a su
pesadilla, y la alejó de su pensamiento con el mismo ademán de espantar
insectos. Sin embargo, la pesadilla regresó con mayor frecuencia. Finalmente,
todas las siestas del emperador se estropearon con la presencia de aquella luz
gigantesca que traía malas noticias:
—Oye bien, emperador Ye-Lou. Hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso, y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos mirarán su
rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor.
Casi desesperado, el emperador le preguntó a su esposa qué podía hacer
para terminar con aquel desagradable sueño. Ella estuvo un buen rato revisando
su Gran Libro de Remedios Caseros.
—Tienes que beber una yema de huevo batida con vino blanco —le dijo su
esposa—. Aquí dice claramente que bebiendo una yema batida con vino blanco se
evitan las pesadillas.
El emperador hizo lo que su esposa le aconsejaba. Pero, para su
desdicha, la pesadilla no desapareció. Por el contrario, la luz parecía crecer
con tan buen alimento.
Desesperado, el emperador consultó con su médico.
—Te lo diré claramente... —el médico acababa de hojear a escondidas el
Gran Libro de Remedios Caseros—. Quien desee espantar pesadillas deberá frotar
su frente, sus codos y sus pies con polvo de azufre.
El emperador cumplió puntualmente con las recomendaciones del médico de
palacio. Pero tampoco tuvo suerte... ¡El azufre solamente consiguió que la luz
hablara con voz mineral!
Entonces, verdaderamente desesperado, el emperador le preguntó a su
consejero.
El consejero movió la cabeza en señal de desaprobación, quería dejar
claro que el Gran Libro de Remedios Caseros le parecía pura charlatanería.
Luego carraspeó, y recitó su sabio consejo: para no sufrir pesadillas durante
las siestas bastaba con no dormir la siesta.
—El que no duerme no sueña, ¡oh, venerable!, ¡oh emperador! —dijo el consejero—.
Si tú no duermes la siesta, ¡oh, emperador!, ¡oh, venerable!, tus pesadillas
terminarán.
Hay que decir y creer que Ye-Lou hizo lo imposible para seguir aquel
consejo que, al fin y al cabo, parecía el más sensato de todos los que había
recibido. A veces, sin embargo, ni lo imposible es suficiente. Cuando la siesta
llegaba al reino de Ye-Lou con su olor a papeles envejecidos y su zumbar de
abejas, el emperador se dormía por mucho que se esforzara en evitarlo. Se
dormía aunque, por su expreso mandato, las jaulas no fuesen cubiertas y los
quinientos cincuenta y tres canarios estuviesen trinando.
Y en cuanto Ye-Lou se dormía, un punto de luz aparecía justo en el
centro de la oscuridad del sueño. La luz crecía con asombrosa rapidez hasta
ocupar todo el espacio de la pesadilla, y entonces hablaba:
—Oye bien, emperador Ye-Lou, hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso y más amado que tú...
Las palabras se repetían idénticas.
—Y en día muy cercano todos mirarán su rostro...
Siesta tras siesta, las cosas se complicaban. Cada nuevo despertar,
dejaba al emperador sumido en un triste ánimo. Luego se pasaba el resto del día
y el resto de la noche deambulando por los pasillos del palacio, murmurando
cosas que nadie entendía, y preguntándose quién sería aquel que iba a
derrotarlo.
Porque el emperador estaba convencido de que la luz de su pesadilla no
hablaba en vano. Lo que esa mala luz le estaba advirtiendo era algo que en
verdad sucedería. Y según sus propias palabras, en día muy cercano.
¿Quién podría ser el que lo obligaría a arrastrarse? Ye-Lou se tiraba de
la cabellera, abría de par en par los ventanales y con los brazos abiertos
gritaba a toda garganta:
—¡Seas quien seas, no permitiré que me derrotes!—. El grito del
emperador atravesaba las inmensas plantaciones de cereales y frutos que rodeaban
el palacio, salía a la ciudad, se metía en los templos, sacudía las chozas de
paja de los campesinos, y desprendía las peras maduras de sus ramas.
Las personas del reino lo oían y se lamentaban:
—¡Ay! —decían—. Nuestro pobre emperador ha enfermado. Ya no hace otra
cosa que hablar de un poderoso enemigo que sólo existe en sus siestas.
Ye-Lou enflaquecía ante los ojos de todos. Y sin cesar, repetía las
palabras de la luz.
—Alguien más venerable, más grandioso y más amado...
La ira lograba que, a pesar de su fatiga, el emperador se mantuviera en
pie:
—Pero, ¡quién es! —gritaba—. ¿Quién es él? ¿Quién es...?
Muchas veces, después de esos arranques de furia, Ye-Lou caía al suelo
agotado. Permanecía así durante largas horas, sin que nadie se atreviera a
acercarse.
Y así estaba el horrible día en que, de repente, alzó su rostro
desfigurado por los insomnios. Y con el color de la envidia.
—¡Muy bien! —El emperador acababa de tomar una espantosa decisión— ¡No
amanecerá el día de mi enemigo! ¡Mando la muerte para todos los que pretenden
ser grandes en mi reino!
Hasta aquel día fatal, Ye-Lou había compartido su vasto imperio con
señores de señoríos, y príncipes que regían provincias opulentas. Ellos
aceptaban a Ye-Lou como único emperador de todo el este. Y, en retribución a su
lealtad, Ye-Lou respetaba sus territorios. Se aliaba con ellos en caso de
necesidad, y compartía los frutos en tiempos de sequía. Pero una pesadilla
estaba a punto de terminar con tan buena vecindad.
El emperador estuvo la noche entera repasando el poder y las riquezas de
cada uno de los príncipes y los señores de su reino. Perdido en el territorio
de la locura, todos ellos le parecían enemigos. Cualquiera podía ser, en su
afiebrada cabeza, el que intentara cumplir el presagio de la pesadilla.
—Alguien más venerable, más grandioso y más amado que tú...
Ye-Lou tomó una pluma, un trozo de pergamino, y escribió una larga lista
de nombres.
—Alguno de estos ha de ser el que pretende derrotarme —decía Ye-Lou,
pasando los ojos por su lista de condenados a muerte.
A la mañana siguiente, sus emisarios partieron en las cuatro direcciones
a cumplir la peor orden que Ye-Lou había dado hasta entonces.
Y Ye-Lou se quedó esperando. Miraba hacia el norte y luego al sur,
ansioso por verlos regresar.
A mitad del otoño, los hombres que habían partido llevando dardos de oro
envenenados comenzaron a llegar. Uno tras otro, y al galope, atravesaron los
jardines cubiertos de hojas secas. Desmontaron e hicieron la reverencia
obligada.
—Emperador Ye-Lou, lo que ordenaste se ha cumplido.
Eso significaba que otro dardo había sido disparado con buena puntería.
Eso significaba que Ye-Lou tenía un enemigo menos a quien temer.
Sin embargo, a pesar de tantos dardos y de tanto otoño, la pesadilla
continuó apareciendo en las siestas del emperador y repitió la misma amenaza:
—Oye bien, emperador Ye-Lou, hay en este mundo alguien más venerable,
más grandioso y más amado que tú. Y en día cercano todos mirarán su rostro
mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor.
Ye-Lou abrió de par en par uno de los ventanales más altos del palacio,
y gritó con la voz enronquecida de dolor:
—¡Seas quien seas, jamás me arrastraré ante ti!
El emperador alzó el puño en señal de amenaza. Pero, frente a su rabia,
los trigales continuaron meciéndose al viento como si nada escuchasen.
Fatigado, Ye-Lou dejaba caer su brazo y su voz:
—Pero, ¿quién eres? Sólo debo saber quién eres...
Para ese entonces, todos en su reino le temían. Ni su dulce esposa, ni
su médico, ni siquiera su consejero conseguían devolverle la calma.
Ye-Lou ya no comía. Iba de un lado al otro murmurando desgracias y
odios. Y apenas si se acordaba de respirar.
El otoño llegaba a su fin... Todos los emisarios habían regresado, todos
los dardos de oro habían sido disparados con precisión. Ye-Lou ya no tenía
vecinos poderosos... Pero, ¡ay, desdichas de todas las desdichas!, la pesadilla
continuaba recitando su terrible presagio.
Pocas siestas después, Ye-Lou despertó con la cabeza repleta de alaridos
que le golpeaban dentro, y hacían que todo se nublara ante sus ojos. Sudoroso y
golpeando los dientes, ordenó que lo vistieran con su mejor armadura y que le
dieran las armas sagradas de sus antepasados.
—¡Tendré que ir a buscarlo yo mismo! —gritó frente sus sirvientes y sus
soldados.
El emperador salió del palacio. Miró hacia todos lados y avanzó
lentamente. Giró de improviso, como para sorprender a alguien que estuviera a
sus espaldas. Pero a sus espaldas sólo había soledad. Así caminó sin rumbo,
tajeando el aire con su espada. Quienes lo vieron pasar, supieron que el
venerable Ye-Lou había enloquecido para siempre.
Ye-Lou caminó y caminó. Atravesó los trigales dando gritos amenazadores.
—¡Ponte frente a mí! —vociferaba para los campos—. Si en verdad crees
que puedes derrotarme, ¡preséntate y dame pelea!
Al cabo de varias horas, el calor comenzó a agobiarlo. Dentro de su
armadura metálica, el debilitado emperador perdía las escasas fuerzas que le
quedaban. Aun así, continuó andando a grandes pasos, blandiendo la espada y
provocando a su enemigo.
Ya había segado todo el trigal a filo de espada, porque imaginaba que
entre las mieses podía estar oculto el que venía a derrotarlo. Como no encontró
lo que buscaba, se dirigió al campo de mijo. De nuevo destrozó las plantas
nuevas, y de nuevo no consiguió nada.
Su enflaquecido cuerpo no podía continuar. La cabeza latía de calor
dentro del casco. Ya casi no podía ver, y su rodillas se doblaban bajo el traje
de metal.
Con la fuerza que le daba la locura, Ye-Lou llegó hasta el campo de
girasoles.
Dio unos pocos pasos vacilantes y cayó al suelo. Sin embargo, con gran
esfuerzo consiguió ponerse nuevamente de pie. Ante sus ojos fatigados, los
girasoles se hacían enormes y diminutos, se iban, ondulaban, desaparecían...
Todavía Ye-Lou intentó continuar hasta que, al fin, cayó de rodillas.
Como pudo, se quitó el casco para respirar. Las lágrimas le quemaban desde los
ojos al cuello. El emperador quiso levantarse; pero sus brazos, delgados como
hebras de heno, no pudieron ayudarlo.
Ye-Lou arrastraba su soledad y su locura bajo el esplendoroso sol del
este. A su alrededor, los girasoles, indiferentes a su agonía, miraban al mismo
punto del cielo.
—Y en día cercano todos mirarán su rostro..., mientras tú te arrastrarás
bajo el peso de su esplendor.
El sol resplandeciente en el cielo. Los girasoles, mirándolo. Ye-Lou
llorando su locura contra la tierra.
En el lugar donde habitan los sueños, una pesadilla sonreía.
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