El circo llegó al pueblo, y con el circo llegó el
elefante.
–¡Estoy podrido! –fue lo único que se le oyó decir
cuando bajó del tren.
El elefante había viajado con el circo por París,
Londres, Moscú, Buenos Aires, siempre por las más grandes ciudades del mundo, y
ahora, cruzando el Chaco, había llegado a Sáenz Peña, que seguramente también
era una de las grandes ciudades del mundo.
Ahí fue cuando dijo:
–¡Estoy podrido!
Y no habló más. Los otros animales lo miraron
sorprendidos, porque no estaban acostumbrados a que anduviera protestando.
Al contrario, tenía fama casi de demasiado manso.
La rutina siguió. Levantaron la carpa, acomodaron
las jaulas de las fieras, y prepararon un desfile por las calles para que a
todo el pueblo le diera ganas de ir a ver las maravillas del circo más hermoso.
Todo marchaba sobre ruedas. O por lo menos parecía.
Nadie se había dado cuenta de que el elefante andaba más trompudo que de
costumbre. Nadie sabía que mientras el tren iba recorriendo los caminos del
Chaco el elefante se había puesto a oler.
Era el olor de los árboles, era el olor de un río,
era el olor de la selva. Miró por entre los barrotes de su jaula y vio miles de
pájaros que volaban y se posaban en los árboles, y miró los árboles.
No eran los mismos que conociera, pero eran
árboles.
Tampoco los pájaros eran los mismos, pero eran
pájaros.
De un lugar así lo habían sacado los cazadores
hacía muchos años, tantos, que ya ni sabía que se acordaba. Pero ahora de
golpe, se le vino encima toda la memoria.
Y entonces se acordó de los grandes espacios por
donde correteaba con la manada, se acordó del calor y de las noches inmensas
cuando toda la tierra era de los elefantes. Se acordó de las grandes caminatas
para buscar agua y comida y de las peleas con el tigre.
Y se acordó del miedo.
Era un elefante joven, con colmillos que comenzaban
a crecer con fuerza, cuando conoció el miedo. Fue cuando llegaron los cazadores.
Hasta entonces creía ser un animal más fuerte, un animal que podía matar al
león con su trompa poderosa y sus colmillos. Un animal que ya había enfrentado
al tigre de suaves manchas y lo había visto huir.
‒¡Qué pequeños son! –pensó cuando vio a los cazadores.
Pero no sabía que tenían dardos con venenos para
hacer dormir a un elefante, y que tenían jaulas de hierro capaces de aguantar
toda la fuerza y el peso de su cuerpo.
Después pasó a otras manos que lo cuidaron mucho
mejor.
Nunca le faltó agua ni comida, pero siempre con una
gruesa cadena atada a la pata. Le enseñaron pruebas y lo premiaron cada vez que
aprendía a repetirlas. Y cada vez que aprendía también iba aprendiendo que
ahora debía vivir con los hombres.
Entonces lo llevaron al circo con otros animales y
con otros elefantes. Durante muchos años siguió aprendiendo y olvidando, hasta
que un día casi estuvo convencido de haber nacido en el circo y de que ése era
el mundo de los elefantes.
Ya no tenía la gruesa cadena atada a la pata. Pero
había otra cadena, invisible, que lo dejaba atado al lado de los hombres. Y tal
vez era más difícil de romper que una cadena de hierro.
Recorrió grandes ciudades, y ahora, al sentir el
olor de los árboles, del bosque, al ver volar tantos pájaros, fue como un golpe,
casi como el pequeño golpe que sintiera cuando un dardo se le clavó una tarde
lejana porque no huyó de los cazadores.
No estaba dispuesto a escapar de seres tan débiles.
Fue así, como un pequeño golpe. Y se le vino encima
toda la memoria.
Esa noche, cansados, todos en el circo se durmieron
temprano. Pero el elefante no. Despertó a la elefanta y le contó sus planes.
Ella dijo primero que no, que estaba loco, que qué
iban a hacer en un mundo desconocido, que aquí nunca les faltaba comida, que
todas las noches los aplaudían a rabiar, que quién sabe lo que les esperaba
afuera de la carpa.
–Claro que quiero irme y ya mismo –dijo finalmente
la elefanta.
–¿Qué vamos a hacer? –dudó ahora el elefante.
–No sé. Pero si allá afuera hay árboles y hay un
río y hay una selva, ése es nuestro lugar.
–¡Aquí estamos seguros!
–Pero no tenemos aire libre.
–¿Entonces querés irte?
–Elefante, ¿qué estás pensando? Este es el mejor
momento para salir de aquí. Después veremos –dijo convencida la elefanta.
Y se fueron…
Caminaron sin hacer ruido, y se alejaron lentamente
del circo. Siguieron por las calles dormidas de la ciudad y sin mirar atrás
llegaron a los primeros árboles. Arrancaron con la trompa un manojo de hojas
frescas y sintieron que eso se parecía a la felicidad.
–Ahora podemos descansar un rato –dijo la elefanta.
–No, todavía no –dijo el elefante–. Mañana van a
salir a buscarnos.
–¿Nos encontrarán?
–Si nos alejamos mucho, no. Tenemos que meternos en
el monte, lejos de los caminos. Nos van a buscar por los caminos.
Y se internaron en el monte, y caminaron sin
descansar, abriéndose paso entre la maleza. Días y noches caminaron,
encontrando cada vez más árboles y árboles cada vez más grandes.
Y encontraron espacios abiertos para correr y
largas noches bajo las estrellas. Descubrieron el canto de los pájaros y el
sonido del viento. Vieron volar las bandadas de garzas blancas y se quedaron
quietos escuchando el griterío de las cotorras.
Probaron distintos pastos y las hojas de distintos
árboles, y fueron descubriendo sabores dulces y amargos y fueron eligiendo,
porque tenían para elegir.
En la laguna vieron rastros de toda clase de
animales y jugaron echándose agua con la trompa. Y sintieron el calor del sol y
la frescura de la sombra. Caminaron. Y cada noche sentían que estaban un poco
más cerca.
Y vino un olor a tierra mojada y los elefantes se
quedaron inmóviles, recordando. Sabían que ahora vendría una de las cosas más
hermosas. Llegaría la lluvia. Esperaron la lluvia. Esperaron la lluvia con las
trompas levantadas, lanzando el enorme grito de los elefantes.
El agua comenzó a caer y sentían que los lavaba y
refrescaba, que les sacaba el recuerdo de las jaulas y de las cadenas y
gritaron de nuevo. Hasta cansarse de gritar. Hasta que se acabó la lluvia.
Eran nuevos elefantes.
Cada vez que escuchaban algún ruido se quedaban
quietos.
Sentían demasiado el olor de los hombres todavía.
Tenían que llegar más lejos.
¿Dónde quedaba ese lugar más lejos?
Siguieron caminando…
Nadie sabe si fue el instinto y la inteligencia de
los elefantes, o si fue simplemente el azar. Pero lo cierto es que se
encaminaron hacia un lugar de monte impenetrable lejos de las ciudades y del
hombre.
Y ahí se quedaron, en el monte chaqueño.
Nadie volvió a verlos nunca.
Nunca intentaron volver.
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