En tiempos remotos, hijo mío, el elefante no tenía
trompa. Sólo poseía una nariz oscura y curvada, del tamaño de una bota, que
podía mover de un lado a otro pero con la que no podía agarrar nada. Existía,
también, otro elefante, un nuevo elefante, hijo del anterior, que tenía una
insaciable curiosidad por todas las cosas, lo que significaba que, en todo
momento, estaba haciendo preguntas. Vivía en África y a todos molestaba con su
insaciable curiosidad.
Preguntaba a su alta tía, el avestruz, por qué le
crecían las plumas de la cola, y su alta tía lo apartaba con un golpe de su
larga pata. Preguntaba a su otra tía, también alta, la jirafa, cómo le habían
salido las manchas en la piel, y su esbelta tía jirafa lo empujaba con su
durísima pezuña. Pero seguía lleno de su insaciable curiosidad. Molestaba
también con sus preguntas a su rechoncho tío el hipopótamo para saber por qué
tenía los ojitos tan rojos, y su rechoncho tío lo pateaba con su enorme pata. Y
preguntaba igualmente a su peludo tío, el mandril, por qué eran tan ricos los
melones, y su peludo tío mandril le daba un coscorrón con su mano peluda.
Pero el elefante seguía lleno de su insaciable
curiosidad. Hacía preguntas de cuanto veía, oía, olía o tocaba.
Una espléndida mañana al comienzo del verano, el
hijo del elefante hizo un pregunta que hasta entonces no había formulado: -¿Qué
come el cocodrilo?
Su padre y su madre lo hicieron callar con un
“¡Chist!”. Pero el elefante fue al encuentro del pájaro Kolokolo que estaba
posado en la rama de un espino
. -Mi padre y mi madre me han castigado y también
todos mis tíos- le dijo el elefante- por mi insaciable curiosidad; pero a pesar
de todo quisiera saber qué come el cocodrilo.
El pájaro kolokolo le contestó con su voz
quejumbrosa:
-Vete a las orillas del gran río Limpopo, que tiene
las aguas verdosas y grises y corre entre los altos árboles, y allí lograrás
saber lo que quieres.
A la mañana siguiente, el hijo del elefante tomó
gran cantidad de melones para el viaje y se despidió de todos sus familiares.
-Adiós- les dijo-. Me voy hacia el gran río
Limpopo, que tiene las aguas verdosas y grises y corre entre los árboles, para
ver qué come el cocodrilo.
Y luego se puso en marcha. Iba comiendo melones y
cuando caía la cáscara la dejaba en el camino. Has de saber, hijo mío, que
hasta aquel día el curioso hijo del elefante jamás había visto un cocodrilo y
no sabía cómo era.
Lo primero que encontró fue una serpiente boa de
dos colores, enroscada en una rama.
-Perdone usted -le dijo el elefante con muy buenos
modales-, ¿ha visto usted por estas regiones una cosa llamada cocodrilo?
A su vez, la serpiente boa de dos colores le
preguntó:
-¿Y qué querrás saber luego?
-Perdone usted- le contestó el hijo del elefante-,
¿Podrá usted decirme qué come el cocodrilo?
La serpiente boa de dos colores se desenroscó
de la rama y le dio un empujón con la punta de su cola. Siguió entonces el
elefante su camino, iba comiendo melones y cuando se le caía la cáscara la
dejaba en el camino.
Por fin, tropezó con un tronco caído, junto a las
aguas verdosas y grises del río Limpopo. Pero aquello, hijo mío, no era ni más
ni menos que el cocodrilo, y el cocodrilo guiñó un ojo.
-Perdone usted -le dijo el elefante con muy buenos
modales-, ¿ha visto usted por estas regiones una cosa llamada cocodrilo?
El cocodrilo hizo un guiño con el otro ojo y
levantó un poco la cola que tenía hundida en el barro. El hijo del elefante se
echó atrás rápidamente pues no quería que nadie volviera a golpearlo.
-Ven aquí, pequeñuelo- le dijo el cocodrilo-. ¿Por
qué preguntas eso?
-Perdone usted -le dijo el elefante con muy buenos
modales-, pero mi padre, mi madre, mis tías el avestruz y la jirafa, mis tíos
el hipopótamo y el mandril, y también la serpiente boa de dos colores, me han
pegado por mi insaciable curiosidad. Por eso, no quisiera recibir más azotes.
-Ven aquí, pequeñuelo- le dijo el cocodrilo-, pues el cocodrilo soy yo-.
Empezó entonces a derramar lágrimas de cocodrilo
para demostrar que era verdad lo que afirmaba.
El hijo del elefante se arrodilló en la orilla del
río. -Usted es la persona a quien he estado buscando durante tantos días- le
dijo-. ¿Quiere usted decirme qué es lo que come?
-Acércate un poco más, pequeñuelo- insistió el
cocodrilo-, y te lo diré al oído.
El hijo del elefante puso la cabeza junto a la boca
colmilluda del cocodrilo y el cocodrilo lo agarró por la naricita que, hasta
aquel día, tenía el tamaño de una bota.
-Creo- dijo el cocodrilo (y lo dijo entre
dientes...), creo que empezaré tragándome... ¡al hijo del elefante!
El hijo del elefante le dijo (con la nariz tapada):
-¡Suélteme que me lastima!
La serpiente boa de dos colores se deslizó hacia la
orilla del río. -Amiguito- dijo-, si no tiras hacia atrás enseguida, con todas
tus fuerzas, creo que esa bestia que acabas de conocer te llevará de un tirón
antes de que puedas decir ¡ay!
Entonces, el hijo del elefante afirmó en el suelo
sus pequeñas posaderas y tiró y tiró y volvió a tirar con toda su alma, hasta
que su nariz empezó a alargarse. Y el cocodrilo daba coletazos en el agua
haciendo espuma, y seguía tirando y tirando
La nariz del hijo del elefante siguió alargándose
más y más; el pequeño ponía muy tiesas sus cuatro patas y tiraba y tiraba.
La serpiente boa de dos colores llegó hasta
el agua, se enroscó con doble vuelta en las patas de atrás del elefantito,
diciendo:
-Caminante curioso e inexperto, vamos a
ayudarte un poquito...
Tiró, pues, ella también y, al fin, el cocodrilo
soltó la nariz del elefante con un “¡chap!” que se oyó desde muy lejos. El hijo
del elefante tuvo buen cuidado de dar las gracias a la serpiente boa de dos
colores e, inmediatamente, envolvió su nariz en cáscaras de banana y la
sumergió en las aguas verdosas, grises y frescas del río Limpopo. Pero la nariz
no se le acortó ni un poquito.
- ¡Ya verás que te conviene! -, dijo la serpiente
boa de dos colores.
En ese momento, una mosca se posó en el lomo del
elefantito y, casi sin darse cuenta, levantó la trompa y espantó a la mosca.
- ¡Primera ventaja! -, comentó la serpiente boa de
dos colores.
El hijo del elefante sintió hambre. Alargó la
trompa y agarró un buen manojo de hierbas, lo sacudió para quitarle el polvo y
se lo llevó a la boca.
- ¡Ventaja número dos! -, exclamó la serpiente boa
de dos colores.
-Así es-, dijo el elefantito. Y como tenía calor,
sin pensar lo que hacía, sorbió una buena cantidad de barro de la orilla del
río Limpopo, de aguas verdosas y grises, y lo derramó por su cabeza donde el
barro formó un fresco sombrerito que le hacía cosquillas en las orejas.
- ¡Ventaja número tres! -, dijo la boa.
-Bueno- dijo el elefante-, ahora me vuelvo a
casita.
Y regresó a su lugar balanceando continuamente la
trompa. Cuando quería comer alguna fruta, la arrancaba del árbol en vez de
esperar a que se cayera, como antes. Además, en los momentos en que se sentía
muy solo, cantaba por su trompa y metía un ruido que se escuchaba por las
grandes llanuras de África. Durante todo el viaje se dedicó a recoger todas las
cáscaras de melón que él mismo había tirado, porque era un paquidermo muy
limpito.
Cierto atardecer, llegó a su casita, curvó la
trompa hacia arriba y dijo:
- ¿Cómo están todos?
Se alegraron mucho al verlo, pero dijeron
enseguida:
-Mereces un castigo por irte tan lejos y por lo que
has hecho con tu nariz.
- ¡No!-, exclamó el elefantito y, alargando la
trompa, con un par de empujones, dejó tendidos a varios de sus hermanos.
Después de unos días, los otros elefantes
descubrieron que la trompa resultaba muy útil y uno tras otro, a buen paso,
marcharon hacia las orillas del río Limpopo, de aguas verdosas y grises, que
corren entre los árboles. Cuando regresaron, ya nadie se dedicó a golpear ni a
empujar; y desde aquel día, hijo mío, todos los elefantes -los que verás en la
vida y los que no podrás ver tienen una trompa exactamente igual a la de aquel
elefantito insaciablemente curioso.
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